sábado, 28 de noviembre de 2009

Prestar Un Libro

La vida es también para leer libros. Algunos amigos me los piden prestados. En su inopia, no pueden saber lo que yo siento al prestar un libro. No comprenden que pienso que les ofrezco amor, verdad, belleza, sabiduría y hasta consuelo contra la muerte. Ni siquiera sospechan que yo, al prestar un libro, siento lo mismo que un padre al ver a una hija vivir con un hombre sin estar casada. Y no digo que no hay placer en prestar. Todo hombre tiene un poco de evangelista, y cuando un libro me conmueve, quisiera prestárselo a todo el mundo.
Desde el momento en que presto un libro, empiezo a echarlo de menos. Decía el escritor T. S. Eliot que; “cada nuevo libro que se publica modifica todos los anteriores”. De la misma manera, cada libro ausente altera los que quedan en mi estante. La naturaleza de mi modesta biblioteca, su delicada configuración, queda arruinada. Mi mente va al hueco de ella del mismo modo en que la lengua se le mete a uno en una caries. Mi seguridad se quebranta, mi equilibrio se pierde, mis afectos se confunden, mis defensas contra el caos disminuyen. Hasta que me devuelven el libro, me siento como el padre que espera en la madrugada el regreso de su hijo adolescente que ha ido a una dudosa fiesta.
La parte más peligrosa de prestar libros es la devolución. En tales momentos, la amistad pende de un hilo. Busco éxtasis o sufrimiento, busco lagrimas, transfiguración, manos temblorosas, una voz quebrada; pero generalmente sólo hay un “me gustó mucho”, como si los libros fueran sólo para eso.

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