martes, 15 de septiembre de 2009

Palabra de Honor

Hubo un tiempo en que los chicos nos pegábamos a la salida del colegio porque, durante las clases o el recreo, alguien había puesto en duda nuestra palabra de honor. En aquella época, más ingenua que ésta, de callejones aparentemente sin salida detrás del cole, de cine de barrio y en su mezaninne colgados sobre la baranda, de historietas de Condorito solo en las peluquerías, de libros perfectamente forrados que nunca terminábamos de entender – Raza de Bronce de Arguedas, Cien años de soledad de García Márquez, El Principito, y cosas por el estilo -, de Papa Noel que traía el avión de hojalata, el coche a pilas o el futbolín, poner el honor como aval de esto o lo otro era un argumento al que algunos recurríamos con cierta soltura.
Quizá porque también oíamos esa palabra en boca de nuestros mayores. En cualquier caso, con esa recta honradez que suelen tener los muchachos mientras no crecen y la pierden, algunos solíamos llevar el asunto hasta las últimas consecuencias. Eso solía zanjarse más tarde, fuera de clase para no incurrir en indisciplinas punibles por el padre Benedito, o su homólogo de turno según el lugar y las circunstancias.
Resumiendo: círculo de compañeros, bultos y mochilas en el suelo, puños y allá cada cual. Chatack pun, chatack lacka, zaca, zaca. A veces, al acabar, nos dábamos la mano. A veces, no. De cualquier modo, como digo, eran otros tiempos.
Hoy le hablas a un chico de honor y lo más probable es que te mire como si acabaras de fumarte algo espeso. Como mucho, si mencionas esa palabra – “Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”, dice el Diccionario de la RAE – algunos pensaran en rancios sucesos de capa y espada, en talibanes fanáticos que lapidan a su hija porque se niega a usar burka (velo que les cubre de la cabeza a los pies), o en esa gentuza que de vez en cuando aparece en el telediario diciendo: “Prometo por mi honor cumplir los deberes de mi cargo”, etcétera.
No hay nada más eficaz para corromper la palabra honor que ponerla en boca de un político: un ministro de Educación, un ministro de Economía, un presidente de Gobierno. Pasados, presentes o futuros, todos ellos, sean cuales fueren sus partidos e ideologías. Igualados en la misma desvergüenza.
Pero no solo se trata de políticos, ni de jóvenes. Cada sociedad, en cada momento, es lo honorable que llega a ser el conjunto de sus individuos. Las menudas honras, que decían nuestros maestros, honra y honor, ambas palabras andaban emparentadas, y no siempre para bien. Muchas son las infamias que en todo tiempo se cometieron en nombre de una y otra, como sigue ocurriendo.
No hay palabra, por noble que sea, que no deje una larga lista de canalladas cometidas. Sin embargo, pese a todo eso y a la claridad obligada del siglo en que vivimos, a veces lamentas no encontrar con más frecuencia a gente en la que el honor sea algo más que una fórmula equivocada y vacía de sentido. A fin de cuentas, la propia estima, los “deberes respecto del prójimo y de uno mismo”, también ayudan a conseguir un mundo mejor y más justo. O a soportar el que tenemos.
Recuerdo una historia personal que viene al pelo. Ocurrió hace casi veinte años, cuando yo llevaba veintitrés tacos más o menos y una frescura llena de esperanza y buen ser, y yo inmigrante latinoamericano conducía por una carretera de los Alpes del norte de Suiza. Adelanté frente a un cambio de rasante, con el espacio justo para ponerme a la derecha sólo unos palmos antes de la línea continua. En ese momento, una pareja de motociclistas de la Policía pasaba por el lugar; y el primero de ellos, creyendo desde su posición lejana que yo había pisado la línea, hizo gestos enérgicos para que detuviese el coche. Paré en el margen a un lado de la carretera, seguro de que no había llegado a infringir las normas.
Se acercó un poli muy joven, corpulento, hecho el chulo, que no sabía más que mostrar su uniforme. Ha pisado usted tal y cual, dijo. Me vasto echarle un vistazo a su cara para comprender que de nada servía discutir con aquel ex – imberbe que no habría salido aún de su casa como ya lo había hecho yo. “¿Quien está al mando?”, pregunte con mucha corrección. Me miró, desconcertado. “El cabo”, respondió, señalando al compañero que había estacionado la Harley al otro lado de la carretera. Salí del coche, crucé el asfalto y me acerque al cabo. Era veterano, bigotudo. “Pagaré la multa con mucho gusto”, dije. “Sólo quiero pedirle que antes me permitiera hacerle una pregunta.” Me miraba el policía suspicaz, sin duda preguntándose a donde quería ir a parar aquel fulano bajito, moreno y forastero que tenía delante.”¿Me da usted su palabra de honor – proseguí – de que me ha visto pisar la línea continua?” Me estudio un rato largo, sin abrir la boca. Al cabo hizo un seco ademan con la cabeza. “Puede irse”, respondió. Entonces fui yo quien se lo quedó mirando. “Gracias”, dije. Le tendí la mano y él, tras una brevísima vacilación, me la estrechó. Di media vuelta, subí al coche y me fui de allí. Fin de la historia.
Y ahora intenten imaginar hoy una situación parecida. “¿Me da usted su palabra de honor, señor guardia?” El poli revolcándose de risa, con el casco puesto. Y luego, con toda la razón del mundo, haciéndome soplar en el alcoholímetro y encajándome tres multas: una por pisar la línea, otra por ir mamado y otra por bestia.

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