martes, 29 de septiembre de 2009

Curanderos Celestes

En la época en que la medicina brindaba escaso o ningún alivio a los dolientes, no era nada raro que estos invocaran a los santos, pidiendo su curación. Por si ustedes andan desorientados de a qué santo deben invocar para esta o aquella enfermedad, he aquí un cursillo breve.
Los poseídos por el demonio, los que sufren de epilepsia o desórdenes nerviosos deberán dirigir sus oraciones a San Vito, santo italiano que ha atendido trastornos de esta índole desde su muerte en el martirio, en los primeros años del siglo III.
Los dolores de muelas son asunto de Santa Apolonia, una anciana diaconisa de Alejandría a la que arrancaron todos los dientes antes de hacerla morir en la hoguera a causa de su fe.
Las víctimas de la peste harán bien en dirigirse a San Sebastián o a San Roque, ermitaño del Siglo XIV que se contagió del mal y consiguió sobrevivir al ser alimentado por un perro.
Las enfermedades de la garganta son especialidad de San Blas, obispo de Armenia, cuyo primer paciente fue un muchacho a quien se le atascó una espina de pescado en la garganta.
Los enfermos mentales deben rogar a Santa Dympna, que según la leyenda fue hija de un rey celta y tan parecida a su madre, que su padre concibió el deseo de poseerla y la mató cuando la joven rechazó sus requerimientos amorosos.
Y si todos estos santos no atienden a sus súplicas, siempre podrán recurrir a San Judas Tadeo, que falleció en el martirio y es santo patrón de los enfermos desesperados. Como santo a quien puede acudirse cuando todo lo demás falla, ha logrado unos éxitos sensacionales, y merece mayor atención.
Yo tengo fe en la ciencia médica actual, pero naturalmente se debe saber escuchar y aprender de generaciones pasadas. Todos estos datos, los he recopilado de personas mayores ya ancianas y que aún viven.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Con Nuestros Hijos

¿Qué hacemos?
Suponiendo un interés sincero por aquellos que quiero, me equivocaré siempre que pretenda imponer mi forma de vivir, mis gustos o mis deseos.
Lo fácil es darles lo que hemos conseguido con nuestro esfuerzo, con nuestro trabajo; lo difícil es soportar su propia libertad y su independencia para lo que hemos de saber renunciar a todo aspecto de propiedad, de exigencia, incluso de agradecimiento.
No se educa en la libertad permitiendo todas las demandas. La libertad no es tanto de movimientos como de conciencia.
Se puede y se debe prohibir y controlar todo lo que pueda desestabilizar la armonía de una familia, pero hay un lugar sagrado que es la conciencia, la intimidad, los valores y la vocación personal, que son intocables.

martes, 15 de septiembre de 2009

Palabra de Honor

Hubo un tiempo en que los chicos nos pegábamos a la salida del colegio porque, durante las clases o el recreo, alguien había puesto en duda nuestra palabra de honor. En aquella época, más ingenua que ésta, de callejones aparentemente sin salida detrás del cole, de cine de barrio y en su mezaninne colgados sobre la baranda, de historietas de Condorito solo en las peluquerías, de libros perfectamente forrados que nunca terminábamos de entender – Raza de Bronce de Arguedas, Cien años de soledad de García Márquez, El Principito, y cosas por el estilo -, de Papa Noel que traía el avión de hojalata, el coche a pilas o el futbolín, poner el honor como aval de esto o lo otro era un argumento al que algunos recurríamos con cierta soltura.
Quizá porque también oíamos esa palabra en boca de nuestros mayores. En cualquier caso, con esa recta honradez que suelen tener los muchachos mientras no crecen y la pierden, algunos solíamos llevar el asunto hasta las últimas consecuencias. Eso solía zanjarse más tarde, fuera de clase para no incurrir en indisciplinas punibles por el padre Benedito, o su homólogo de turno según el lugar y las circunstancias.
Resumiendo: círculo de compañeros, bultos y mochilas en el suelo, puños y allá cada cual. Chatack pun, chatack lacka, zaca, zaca. A veces, al acabar, nos dábamos la mano. A veces, no. De cualquier modo, como digo, eran otros tiempos.
Hoy le hablas a un chico de honor y lo más probable es que te mire como si acabaras de fumarte algo espeso. Como mucho, si mencionas esa palabra – “Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”, dice el Diccionario de la RAE – algunos pensaran en rancios sucesos de capa y espada, en talibanes fanáticos que lapidan a su hija porque se niega a usar burka (velo que les cubre de la cabeza a los pies), o en esa gentuza que de vez en cuando aparece en el telediario diciendo: “Prometo por mi honor cumplir los deberes de mi cargo”, etcétera.
No hay nada más eficaz para corromper la palabra honor que ponerla en boca de un político: un ministro de Educación, un ministro de Economía, un presidente de Gobierno. Pasados, presentes o futuros, todos ellos, sean cuales fueren sus partidos e ideologías. Igualados en la misma desvergüenza.
Pero no solo se trata de políticos, ni de jóvenes. Cada sociedad, en cada momento, es lo honorable que llega a ser el conjunto de sus individuos. Las menudas honras, que decían nuestros maestros, honra y honor, ambas palabras andaban emparentadas, y no siempre para bien. Muchas son las infamias que en todo tiempo se cometieron en nombre de una y otra, como sigue ocurriendo.
No hay palabra, por noble que sea, que no deje una larga lista de canalladas cometidas. Sin embargo, pese a todo eso y a la claridad obligada del siglo en que vivimos, a veces lamentas no encontrar con más frecuencia a gente en la que el honor sea algo más que una fórmula equivocada y vacía de sentido. A fin de cuentas, la propia estima, los “deberes respecto del prójimo y de uno mismo”, también ayudan a conseguir un mundo mejor y más justo. O a soportar el que tenemos.
Recuerdo una historia personal que viene al pelo. Ocurrió hace casi veinte años, cuando yo llevaba veintitrés tacos más o menos y una frescura llena de esperanza y buen ser, y yo inmigrante latinoamericano conducía por una carretera de los Alpes del norte de Suiza. Adelanté frente a un cambio de rasante, con el espacio justo para ponerme a la derecha sólo unos palmos antes de la línea continua. En ese momento, una pareja de motociclistas de la Policía pasaba por el lugar; y el primero de ellos, creyendo desde su posición lejana que yo había pisado la línea, hizo gestos enérgicos para que detuviese el coche. Paré en el margen a un lado de la carretera, seguro de que no había llegado a infringir las normas.
Se acercó un poli muy joven, corpulento, hecho el chulo, que no sabía más que mostrar su uniforme. Ha pisado usted tal y cual, dijo. Me vasto echarle un vistazo a su cara para comprender que de nada servía discutir con aquel ex – imberbe que no habría salido aún de su casa como ya lo había hecho yo. “¿Quien está al mando?”, pregunte con mucha corrección. Me miró, desconcertado. “El cabo”, respondió, señalando al compañero que había estacionado la Harley al otro lado de la carretera. Salí del coche, crucé el asfalto y me acerque al cabo. Era veterano, bigotudo. “Pagaré la multa con mucho gusto”, dije. “Sólo quiero pedirle que antes me permitiera hacerle una pregunta.” Me miraba el policía suspicaz, sin duda preguntándose a donde quería ir a parar aquel fulano bajito, moreno y forastero que tenía delante.”¿Me da usted su palabra de honor – proseguí – de que me ha visto pisar la línea continua?” Me estudio un rato largo, sin abrir la boca. Al cabo hizo un seco ademan con la cabeza. “Puede irse”, respondió. Entonces fui yo quien se lo quedó mirando. “Gracias”, dije. Le tendí la mano y él, tras una brevísima vacilación, me la estrechó. Di media vuelta, subí al coche y me fui de allí. Fin de la historia.
Y ahora intenten imaginar hoy una situación parecida. “¿Me da usted su palabra de honor, señor guardia?” El poli revolcándose de risa, con el casco puesto. Y luego, con toda la razón del mundo, haciéndome soplar en el alcoholímetro y encajándome tres multas: una por pisar la línea, otra por ir mamado y otra por bestia.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Sueños Rotos

El bien no siempre gana. No es cierto que la verdad acabe resplandeciendo ni abriéndose camino entre la maleza. Esa creencia es una fantasía derivada del hecho de que somos los supervivientes los que escribimos la historia.
Que vayan con ese cuento a Natalia Estemirova, asesinada hace algunos días en Chechenia por la misma razón que tres años antes segaron la vida a Anna Politkovskaya. La periodista fue secuestrada a plena luz del día y horas después apareció tirada con dos balas en la cabeza y otra en el pecho. La ONG a la que pertenecía ha tenido que cerrar y largarse del país.
Otro. Que se lo digan a José Antonio Romero, jefe de policía en Veracruz. Unos sicarios rodearon su casa mientras dormía y cuando agotaron la munición de las ametralladoras, pasaron a las granadas. Achicharraron al agente, a su mujer y a sus cuatro hijos, el mayor, de 15 años.
Ahora algunas preguntitas; ¿Ganaran los defensores de los derechos humanos la partida en el Cáucaso? ¿Se impondrá la ley al narcotráfico en México? Solo son dos ejemplos. Que cada uno ponga el suyo. Hay miles.
No estaba escrito que los aliados tuvieran que ganar la guerra a los nazis, aunque Hollywood nos haya hecho creer lo contrario.
El futuro no es perfecto, es indefinido. Hay que construirlo cada día.
Necesitamos creer en finales felices. Por eso, tipos como los de Amnistía Internacional no nos acaban de caer bien. En el fondo son aguafiestas. Pero ahora se ha visto que tenían razón cuando denunciaban torturas en las cárceles secretas de Bush o cuando acusaban a China de permitir el tráfico ilegal de los órganos de los condenados a muerte.
Es humano. A nadie le gusta que le amarguen el día ni que hagan añicos su pequeño cuento de hadas. El presidente de España presume de ser un ‘optimista antropológico’ cuando lo excepcional es encontrar a quien no lo sea.
A partir de ahí, cada uno canaliza esa ilusión a su manera. Para unos, el optimismo es una adormidera. Engendra conformismo. Al fin y al cabo – piensan para sus adentros -, todo acabará arreglándose.
¿Por qué molestarse entonces? Para otros, en cambio, es un acicate, un estímulo. Edward Kennedy, al saberse derrotado en la carrera hacia la Casa Blanca, lo interpretó así: “El sueño nunca morirá”.
Es verdad que tenemos que cerrar los ojos para ser felices o, al menos, para poder dormir. Por eso reconforta y es un consuelo imaginar que, en el peor momento, alguien montado en su caballo – como en el pasado – llegará a tiempo de salvarnos el trasero. Pero sólo es eso. Un desvarío.

martes, 8 de septiembre de 2009

Una Buena Chica


Con los ojos como un búho – además de tenerlos hermosamente ligeramente rasgados -, lo quiere captar todo. Como una conductora novata, su cuerpo se mueve a tirones, arrancando de repente y de repente calando.
En octubre cumplirá 16 años. El mes de su padre y de su abuelo. Nació en un veintisiete, y aún ésta fecha me corta un poco la respiración, pero para mí y sobre todo para ella será un día de alegría, de recibir regalos e intercambiar amor.
A veces la veo equivocarse con sus ideas revolucionarias, heredadas quizá del primer Homo sapiens sapiens, sus duelos de poder a sus progenitores y profesores, su rechazo de todo lo feo, lo malo, lo pesado.
Se viste a la moda, sin quedarse corta ni sobrepasando. El pelo tiene que acomodársele perfectamente casual. Su música le da las claves para analizar la realidad, sabe bailar House Music. O sea, se mueve como un ángel, con la certidumbre de que así se consigue un mundo mejor. Porque éste está fatal por culpa de los políticos, todos corruptos, dice.
En sus quehaceres estudiantiles es como un viento fresco de mañana que se carga de humor al transcurrir el día, en los deportivos es como la fuerza del agua segura de nunca cambiar sin saber que la sequia llegará algún día y en los domésticos imitando a sus padres como la mejor.
Este personaje es mi hija, a la que adoro. Y creo que va a ser una buena chica, de esas que buscan la justicia incansablemente aunque les digan que no existe. Y que no tardando mucho aparcará esa actitud a veces rebelde, forjando su personalidad en medio de tremendos conflictos y contradicciones que tendrá que digerir. Como una valiente.

Seguidores