domingo, 7 de noviembre de 2010

Quiero Que Mis Hijas Sepan

“Espera hasta que tengas hijos; tu vida nunca será ya igual”
Siempre supuse que estas palabras eran una advertencia sobre el previsible precio en tiempo, cuidado y atención que ha de pagarse por una carita tierna, manitas chiquititas y traseritos suaves… por lo absolutamente inapreciable y encantadores que son los niños, y en especial para mí, mis niñas.
Sabía que tendría que enseñar a mis hijas un millón de cosas; manejar su triciclo, atarse los cordones de los zapatos, limpiarse la nariz. Calculo que, para mí, ello no implicaba más que estas lecciones, más algunas otras pocas y mucho amor.
Ahora sé que no es así, porque ahora tengo dos hijas, una que se hace grande y otra que se hará grande también. Sé que, si se le enseña a un niño a dividir diez entre cinco, la lección tiene un principio y un final. Pero, cuando se le enseña a una muchacha a llegar a ser una mujer, la lección es tan larga como la vida.
Y olvidarse a enseñar, estar demasiado cansado para hacerlo o elegir no enseñar, no elimina la tarea. Sólo cambia la lección, pues nada enseña más clara y rápidamente la indiferencia o la apatía que la propia indiferencia o apatía.
Si les enseño a mis hijas solamente una cosa, quiero que comprendan la absoluta y profunda relación entre la felicidad y el amor.
Pero no pienso darles largas conferencias sobre el amor. En primer lugar, no conozco modo alguno de decirles porque amo a su madre. Y cuánto la amo no es algo que pueda decir, sino algo que debo mostrar.
Les diré a mis hijas que la felicidad de los seres humanos se mide muy frecuentemente en engañosos espacios de tiempo. Quiero que se den cuenta de que la vida no se vive en lapsos ni siquiera en estaciones, sino en mañanas de sol y tardes de lluvia, en días de campo y de ciudad, en estudiar un libro y en jugar, en esperar que ceda la fiebre de uno de nosotros, en sentarse tranquilamente en casa, o en recoger las ropas de él o ella, y tantas otras de la vida diaria. Pues si no encuentran la felicidad en estas cosas, no la encontrarán en ninguna parte.
Creo que un padre debe a sus hijas una buena dosis de honestidad e integridad. Quiero que las mías sepan que estas cualidades son buenas compañeras que nos ayudan como nosotros mismos. Y que se parecen a nosotros mismos. Y que hacen que atraigamos a otros. La integridad humana tiene las mismas ventajas que la integridad estructural; ambas mantienen unidas las cosas.
Quiero que mis hijas comprendan que el mundo gira en torno a las personas; que no obtendremos de ellos más de lo que hayamos dado; que siempre seremos más felices cuando amamos que cuando odiamos, más cuando ayudamos que cuando herimos.
Quiero que mis hijas sepan que sólo hay una pizca de magia real en esta vida que puede mover en verdad las montañas y convertir los sueños en cosas que puedan tocar y sentir, ver y gozar. Y esa magia se llama ‘creer en uno mismo’.
Quiero que sepan que casi todos pueden lograr cualquier cosa que piensen poder conseguir.
Quiero que mis niñas comprendan que, si creen en sí mismas, pueden usar su energía para trabajar a fin de lograr lo que quieren ser o hacer, y no para preguntarse si será suficiente bueno para intentarlo. Pues la preocupación les agotará tan pronto como el trabajo y, lo que es peor, les atará a la línea de partida.
Quiero que mis hijas sepan que no hay nada como un hombre bueno o una mujer buena. Y que, cualquiera que sea lo que más deseen que les proporcione su trabajo – respeto, alabanza, dinero, seguridad, satisfacción −, lo alcanzarán antes haciéndose y siendo unas mujeres buenas que de cualquier otra manera.
Quizá, cuando puedan comprender, les contaré la historia del carpintero que estaba enseñando a un cliente cuán bellamente había terminado incluso los traseros de los cajones de una pequeña cómoda que acababa de hacer.
− ¿Por qué se tomó tanto trabajo con las traseras? Nadie sabrá nunca cómo son −, le preguntó el cliente.
A lo que el artesano, acariciando con amor la parte superior del mueble, dijo:
−Lo sabré yo.
Trataré de dar a mis hijas una sensación de seguridad, y espero que lleguen a adquirir voluntad y capacidad suficientes para creer que se sentirán satisfechas, a gusto, con un criterio amplio.
Debo enseñarles que las conclusiones son como los automóviles; necesitan ser revisados cuidadosamente con frecuencia e, incluso así, hay que cambiarlas por otras al cabo de cierto tiempo.
Los médicos pueden decirles a mis hijas que su salud y la duración de sus vidas dependen en gran medida de lo que coman y poco más. Yo voy a decirles que creo que dependen todavía más de lo que piensen, que las personas que entre nosotros tienen las mentes abiertas – los verdaderos pensadores, los escritores, los grandes artistas y filósofos – con frecuencia parecen vivir mucho más tiempo.
Me atrevería a decir que las personas parecen viejas o jóvenes, más por sus actitudes que por su nivel de años o de energía; pues las personas que nunca cierran su mente, rara vez parecen decaer física o espiritualmente. Nunca pierden una especie de apetito infantil por lo que viene a continuación, y siempre parecen estar escuchando una voz que no deja de punzarles e impulsarles a no perderse nunca un amanecer.

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