lunes, 9 de agosto de 2010

Padre Nuestro

Los apóstoles pidieron a Jesús una oración. Se les había dicho a todos que rezaran oraciones cortas y secretas. Pero no se contentaban con las recomendadas por los sacerdotes teóricos del Templo. Querían una oración propia que fuese como el distintivo de los que seguían a Jesús. Jesús en la Montaña enseño por primera vez el Padre Nuestro. Es la única fórmula de oración que ha aconsejado Jesús. Una de las oraciones más sencillas del mundo. La más profunda de cuantas se levantan de las cosas de los hombres y de Dios. Una oración sin literatura, sin pretensiones teológicas, sin jactancia y sin servilismo. La más hermosa de todas. Pero si el Padre Nuestro es sencillo, no todos lo entienden. La repetición desde hace siglos, mecánica repetición de la lengua y de los labios, la repetición milenaria, formal, ritual, desatenta, indiferente, ha hecho de él una sarta de sílabas cuyo sentido primitivo y familiar se ha perdido. Releyéndolo hoy palabra por palabra, como un texto nuevo, como si lo tuviéramos por primera vez ante la vista, pierde su carácter de vulgaridad ritual y florece en su primera significación.
“…Padre Nuestro”:
Empezamos con lo más bello, convencidos de ser sus hijos. Lo decimos, porque hemos ido a Él y como a hijos nos ama, porque Él es Nuestro Padre. De Él no recibiremos nunca ningún mal.
“Que estas en los cielos”:
En lo que se contrapone a la Tierra, en el lado opuesto a la materia, por tanto en el espíritu. Y en aquella parte mínima pero eterna, del reino espiritual que es nuestra alma.
“Santificado sea tu Nombre”:
No debemos adorarle únicamente con las palabras, sino ser dignos de Él, acercarnos a Él con amor más fuerte. Porque Él ya no es el vengador, el Señor de las batallas, sino el Padre que enseña la salvación en la paz.
“Venga a nosotros tu Reino”:
El Reino de los Cielos, el Reino del Espíritu y del Amor, el del Evangelio.
“Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo”:
Su ley, de bondad y de perfección, domina en el espíritu y en la materia, en todo el universo visible e invisible.
“Danos hoy el pan nuestro de cada día”:
Porque la materia de nuestro cuerpo, morada del espíritu, tiene todos los días necesidad de un poco de materia para mantenerse. No le pedimos riquezas, que suelen ser estorbo peligroso, sino tan solo aquello poco que nos permita vivir para hacernos más dignos de la vida prometida. No solo de pan vive el hombre, pero sin ese pedazo de pan, el alma, que vive en el cuerpo, no podría nutrirse de las demás cosas más preciosas que el pan.
“Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”:
Perdónanos, pues nosotros perdonamos a los demás. Él es nuestro eterno e infinito acreedor, nunca podremos pagarle. Debemos recordar que por nuestra naturaleza enferma, nos cuesta perdonar una sola deuda a uno de nuestros deudores. Pero Él nos perdona a todos y todo lo que le debemos.
“Y no nos dejes caer en la tentación”:
Somos débiles, atados todavía a la carne, en este mundo, que, a veces, nos parece tan bello y nos llama a todas las cosas materiales de la infelicidad. Le pedimos ayuda para que nuestra transformación no sea demasiado difícil y criticada, y nuestra entrada en el Reino no sufra retrasos.
“Más líbranos del Mal”:
Él, que está en el Cielo, que es el Espíritu y tiene poder sobre el Mal, sobre la materia rebelde y hostil que por doquier nos rodea y de la que no es siempre fácil apartarse; Él, adversario de Satanás; Él, negación de la materia, a Él le pedimos ayuda. En esa victoria sobre el Mal – sobre el Mal que siempre vuelve a retoñar, porque no será de verdad vencido sino cuando todos le hayamos vencido – está nuestra grandeza; pero esa victoria final será menos lejana si nos socorre con su alianza.
Con esta petición de ayuda termina el Padre Nuestro. Donde no se advierte la fastidiosa adulación de otras plegarias, adornadas de elogios y exageraciones que parecen inventadas por un perro que adora a su amo con su alma canina, porque le permite existir y comer. Ni se encuentra la súplica lamentosa, quejosa, como del hombre que implora de Dios todos los socorros, y con más frecuencia que los espirituales los temporales, y se queja si en el trabajo no le ha ido bien, si sus iguales no le respetan, e invoca tragedias y ruina contra sus enemigos, a quienes no sabe vencer por sí solo. Aquí el único elogio es la palabra Padre. Una alabanza que es una obligación, un testimonio de amor. A este Padre no se le pide otro bien temporal que un poco de pan – dispuestos a ganarlo con el trabajo necesario -, y se pide, además, el mismo perdón que concedemos a nuestros enemigos; una válida protección, en fin, para combatir el Mal, enemigo común a todos, opaca muralla que nos impide la entrada en el Reino. Quien reza el Padre Nuestro no es orgulloso, y tampoco se rebaja. Habla a su Padre con el íntimo y tranquilo acento de la confidencia, casi de igual a igual. Está seguro de su amor y sabe que el Padre no necesita de largos discursos para conocer sus deseos. “Vuestro padre – advierte Jesús – sabe lo que habéis menester antes que se lo pidáis.” La más bella de todas las oraciones es también recuerdo cotidiano de lo que nos falta para ser semejantes a Dios.

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