domingo, 29 de agosto de 2010

Duraznos De Mamá

Uno de los regalos más gratificantes que nos da la lectura consiste en remover dentro de nosotros hechos dormidos de nuestra propia vida, despertando el perfume de días que creíamos extintos, avivando la brasa menuda envuelta en la ceniza de impresiones o sentimientos que yacían sepultados bajo el polvo de los días. Es como si, dando un paseo por el campo, nos tropezáramos, entorpecida por arbustos, con una puerta que, al abrirla, ensanchase el horizonte de nuestra propia alma.
Así me ocurrió hace poco mientras leía un buen libro de poemas de Agustín Arnal, “Peces de colores”, donde, el autor rescata episodios de su infancia a simple vista sin importancia que, levantados por la luz de la memoria, cobran un valor precioso y dan vida el presente. Uno de los poemas del libro se titula Diego Argudo, y narra las visitas que a la casa familiar del autor hacia un melocotonero, que para nosotros los bolivianos seria un duraznero, venido de un pueblecito de la provincia de Zamora. Llegaba siempre vestido con rigurosos trajes típicos de su región, desbordante de humildad, y portaba un enorme cesto de mimbre con dos asas, o sea una canasta en la que transportaba sus preciados duraznos que el mismo cultivaba.
Arnal evoca aquellos “duraznos” que le traen “el aroma de aquello que perdí” y actúan como llaves de oro de la memoria.
Mientras leía aquel poema dedicado al duraznero Diego Argudo, mi propia infancia se abalanzo sobre mí, como un ejército sigiloso, como una resurrección secreta. También a mi casa llegaban aquellos duraznos cultivados y traídos de pequeños pueblos, presentados a veces toscos y gruesos, de apariencia un poco humilde, a los que casi era imposible morderlos por su naturaleza innata. Tenían una textura áspera y un sabor primitivo en el que parecían contenerse, peligrosos como el granito, el aroma de los duraznos; un sabor que no se parecía en nada al sabor de los otros duraznos que por entonces también se vendían, sometidos a mil procesos de refinamiento; un sabor aguerrido y ancestral que me hacía pensar que aquel durazno de pueblo era cultivado de forma originaria tal como lo habrían hecho nuestros antepasados.
Era, desde luego, “durazno asno para cocinar”; y mi madre lo compraba para satisfacer el vicio de mi padre y de sus hijos, que eran devotos del dulce de durazno y sus pepas.
Leyendo el poema de Agustín Arnal, recordé los duraznos irrepetibles de mi infancia, cuando mi madre agarraba aquellos duraznos de pueblo y pacientemente los pelaba, arrancándoles con un cuchillo las ásperas cubiertas que traían, que luego pelados arrojaba a la olla, redonda, voluminosa y con asas. Recordé a mi madre, sujetando con una mano la gran olla, mientras con la otra empuñaba una cuchara de madera de palo, con la que removía el contenido empapado en agua y con abundante azúcar, hasta que la mezcla espesaba, sometida a fuego lento durante horas. Recordé que la casa se llenaba con aquel olor santo, nutritivo, frondoso como una promesa de beatitud que anticipa la beatitud eterna del paraíso; y recordé que, al olor del dulce de durazno espesándose, no tardaba en sumarse el olor de los trozos de pan que crepitaban al morderlos.
Recordé el momento en que por fin mi madre nos convocaba a todos ante la gran sopera, alta y panzuda de metal aporcelanada a modo de gran dulcera, que en un abrir y cerrar de ojos ya habíamos sumergido en el dulce la cuchara y llevado una pepa casi desvalida de su pulpa a la boca. Recordé el crujido de los panes y marraquetas, que escondían dentro de sí el sabor de la ambrosía que el dulce de durazno nos dejaba en los labios, como una sonrisa que tratábamos en vano de borrar, relamiéndonos. Recordé los ojos golosos, humedecidos de felicidad de mi padre; recordé la algarabía de mis hermanos; recordé a mi familia luchando con la pepa entre los dientes hasta no dejar en ella ni trazo de pulpa de durazno.
Y, recordé, sobre todo recordé, a mi hermosa y abnegada madre, todavía sudorosa y congestionada por los calores que había sufrido mientras cocinaba el dulce de durazno, copiándose feliz en cada uno de nuestros rostros, orgullosa de habernos traído el paraíso a la cocina, orgullosa de tenernos a su lado, sin pedir nada a cambio.
Y, al recordar a mi mamita Gaby, se ensancho el horizonte de mi alma.

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