lunes, 30 de agosto de 2010

La Otra Cara De La Luna

Estoy esperando a que amanezca en la larga noche del tiempo que me ha tocado vivir, y ansío que se produzca una buena noticia. Llamo noticia a algo que altera la cotidianidad, será por eso que los ingleses dicen eso de “si no hay noticias, buena noticia”. Pero como no tengo parientes comedidos ni ricos en mi tierra ni en el extranjero y no puedo esperar ninguna carta y ninguna herencia, me alegro de no recibir nada. Aunque el cartero llame dos veces me va dar igual. La luna tiene dos caras, pero hay que estar en ella para ver la que se nos oculta.

domingo, 29 de agosto de 2010

Duraznos De Mamá

Uno de los regalos más gratificantes que nos da la lectura consiste en remover dentro de nosotros hechos dormidos de nuestra propia vida, despertando el perfume de días que creíamos extintos, avivando la brasa menuda envuelta en la ceniza de impresiones o sentimientos que yacían sepultados bajo el polvo de los días. Es como si, dando un paseo por el campo, nos tropezáramos, entorpecida por arbustos, con una puerta que, al abrirla, ensanchase el horizonte de nuestra propia alma.
Así me ocurrió hace poco mientras leía un buen libro de poemas de Agustín Arnal, “Peces de colores”, donde, el autor rescata episodios de su infancia a simple vista sin importancia que, levantados por la luz de la memoria, cobran un valor precioso y dan vida el presente. Uno de los poemas del libro se titula Diego Argudo, y narra las visitas que a la casa familiar del autor hacia un melocotonero, que para nosotros los bolivianos seria un duraznero, venido de un pueblecito de la provincia de Zamora. Llegaba siempre vestido con rigurosos trajes típicos de su región, desbordante de humildad, y portaba un enorme cesto de mimbre con dos asas, o sea una canasta en la que transportaba sus preciados duraznos que el mismo cultivaba.
Arnal evoca aquellos “duraznos” que le traen “el aroma de aquello que perdí” y actúan como llaves de oro de la memoria.
Mientras leía aquel poema dedicado al duraznero Diego Argudo, mi propia infancia se abalanzo sobre mí, como un ejército sigiloso, como una resurrección secreta. También a mi casa llegaban aquellos duraznos cultivados y traídos de pequeños pueblos, presentados a veces toscos y gruesos, de apariencia un poco humilde, a los que casi era imposible morderlos por su naturaleza innata. Tenían una textura áspera y un sabor primitivo en el que parecían contenerse, peligrosos como el granito, el aroma de los duraznos; un sabor que no se parecía en nada al sabor de los otros duraznos que por entonces también se vendían, sometidos a mil procesos de refinamiento; un sabor aguerrido y ancestral que me hacía pensar que aquel durazno de pueblo era cultivado de forma originaria tal como lo habrían hecho nuestros antepasados.
Era, desde luego, “durazno asno para cocinar”; y mi madre lo compraba para satisfacer el vicio de mi padre y de sus hijos, que eran devotos del dulce de durazno y sus pepas.
Leyendo el poema de Agustín Arnal, recordé los duraznos irrepetibles de mi infancia, cuando mi madre agarraba aquellos duraznos de pueblo y pacientemente los pelaba, arrancándoles con un cuchillo las ásperas cubiertas que traían, que luego pelados arrojaba a la olla, redonda, voluminosa y con asas. Recordé a mi madre, sujetando con una mano la gran olla, mientras con la otra empuñaba una cuchara de madera de palo, con la que removía el contenido empapado en agua y con abundante azúcar, hasta que la mezcla espesaba, sometida a fuego lento durante horas. Recordé que la casa se llenaba con aquel olor santo, nutritivo, frondoso como una promesa de beatitud que anticipa la beatitud eterna del paraíso; y recordé que, al olor del dulce de durazno espesándose, no tardaba en sumarse el olor de los trozos de pan que crepitaban al morderlos.
Recordé el momento en que por fin mi madre nos convocaba a todos ante la gran sopera, alta y panzuda de metal aporcelanada a modo de gran dulcera, que en un abrir y cerrar de ojos ya habíamos sumergido en el dulce la cuchara y llevado una pepa casi desvalida de su pulpa a la boca. Recordé el crujido de los panes y marraquetas, que escondían dentro de sí el sabor de la ambrosía que el dulce de durazno nos dejaba en los labios, como una sonrisa que tratábamos en vano de borrar, relamiéndonos. Recordé los ojos golosos, humedecidos de felicidad de mi padre; recordé la algarabía de mis hermanos; recordé a mi familia luchando con la pepa entre los dientes hasta no dejar en ella ni trazo de pulpa de durazno.
Y, recordé, sobre todo recordé, a mi hermosa y abnegada madre, todavía sudorosa y congestionada por los calores que había sufrido mientras cocinaba el dulce de durazno, copiándose feliz en cada uno de nuestros rostros, orgullosa de habernos traído el paraíso a la cocina, orgullosa de tenernos a su lado, sin pedir nada a cambio.
Y, al recordar a mi mamita Gaby, se ensancho el horizonte de mi alma.

domingo, 22 de agosto de 2010

martes, 17 de agosto de 2010

Alas

De nuestros padres aprendemos a reír y a amar, y a dar los primeros pasos. Pero cuando abrimos un libro, descubrimos que tenemos alas.

sábado, 14 de agosto de 2010

Escuchar

La persona que solo suele escuchar porque no tiene nada que decir, difícilmente podría ser una fuente de inspiración. La única disposición a escuchar que vale, es la del hombre que habla y alternativamente absorbe y expresa ideas.

viernes, 13 de agosto de 2010

lunes, 9 de agosto de 2010

Padre Nuestro

Los apóstoles pidieron a Jesús una oración. Se les había dicho a todos que rezaran oraciones cortas y secretas. Pero no se contentaban con las recomendadas por los sacerdotes teóricos del Templo. Querían una oración propia que fuese como el distintivo de los que seguían a Jesús. Jesús en la Montaña enseño por primera vez el Padre Nuestro. Es la única fórmula de oración que ha aconsejado Jesús. Una de las oraciones más sencillas del mundo. La más profunda de cuantas se levantan de las cosas de los hombres y de Dios. Una oración sin literatura, sin pretensiones teológicas, sin jactancia y sin servilismo. La más hermosa de todas. Pero si el Padre Nuestro es sencillo, no todos lo entienden. La repetición desde hace siglos, mecánica repetición de la lengua y de los labios, la repetición milenaria, formal, ritual, desatenta, indiferente, ha hecho de él una sarta de sílabas cuyo sentido primitivo y familiar se ha perdido. Releyéndolo hoy palabra por palabra, como un texto nuevo, como si lo tuviéramos por primera vez ante la vista, pierde su carácter de vulgaridad ritual y florece en su primera significación.
“…Padre Nuestro”:
Empezamos con lo más bello, convencidos de ser sus hijos. Lo decimos, porque hemos ido a Él y como a hijos nos ama, porque Él es Nuestro Padre. De Él no recibiremos nunca ningún mal.
“Que estas en los cielos”:
En lo que se contrapone a la Tierra, en el lado opuesto a la materia, por tanto en el espíritu. Y en aquella parte mínima pero eterna, del reino espiritual que es nuestra alma.
“Santificado sea tu Nombre”:
No debemos adorarle únicamente con las palabras, sino ser dignos de Él, acercarnos a Él con amor más fuerte. Porque Él ya no es el vengador, el Señor de las batallas, sino el Padre que enseña la salvación en la paz.
“Venga a nosotros tu Reino”:
El Reino de los Cielos, el Reino del Espíritu y del Amor, el del Evangelio.
“Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo”:
Su ley, de bondad y de perfección, domina en el espíritu y en la materia, en todo el universo visible e invisible.
“Danos hoy el pan nuestro de cada día”:
Porque la materia de nuestro cuerpo, morada del espíritu, tiene todos los días necesidad de un poco de materia para mantenerse. No le pedimos riquezas, que suelen ser estorbo peligroso, sino tan solo aquello poco que nos permita vivir para hacernos más dignos de la vida prometida. No solo de pan vive el hombre, pero sin ese pedazo de pan, el alma, que vive en el cuerpo, no podría nutrirse de las demás cosas más preciosas que el pan.
“Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”:
Perdónanos, pues nosotros perdonamos a los demás. Él es nuestro eterno e infinito acreedor, nunca podremos pagarle. Debemos recordar que por nuestra naturaleza enferma, nos cuesta perdonar una sola deuda a uno de nuestros deudores. Pero Él nos perdona a todos y todo lo que le debemos.
“Y no nos dejes caer en la tentación”:
Somos débiles, atados todavía a la carne, en este mundo, que, a veces, nos parece tan bello y nos llama a todas las cosas materiales de la infelicidad. Le pedimos ayuda para que nuestra transformación no sea demasiado difícil y criticada, y nuestra entrada en el Reino no sufra retrasos.
“Más líbranos del Mal”:
Él, que está en el Cielo, que es el Espíritu y tiene poder sobre el Mal, sobre la materia rebelde y hostil que por doquier nos rodea y de la que no es siempre fácil apartarse; Él, adversario de Satanás; Él, negación de la materia, a Él le pedimos ayuda. En esa victoria sobre el Mal – sobre el Mal que siempre vuelve a retoñar, porque no será de verdad vencido sino cuando todos le hayamos vencido – está nuestra grandeza; pero esa victoria final será menos lejana si nos socorre con su alianza.
Con esta petición de ayuda termina el Padre Nuestro. Donde no se advierte la fastidiosa adulación de otras plegarias, adornadas de elogios y exageraciones que parecen inventadas por un perro que adora a su amo con su alma canina, porque le permite existir y comer. Ni se encuentra la súplica lamentosa, quejosa, como del hombre que implora de Dios todos los socorros, y con más frecuencia que los espirituales los temporales, y se queja si en el trabajo no le ha ido bien, si sus iguales no le respetan, e invoca tragedias y ruina contra sus enemigos, a quienes no sabe vencer por sí solo. Aquí el único elogio es la palabra Padre. Una alabanza que es una obligación, un testimonio de amor. A este Padre no se le pide otro bien temporal que un poco de pan – dispuestos a ganarlo con el trabajo necesario -, y se pide, además, el mismo perdón que concedemos a nuestros enemigos; una válida protección, en fin, para combatir el Mal, enemigo común a todos, opaca muralla que nos impide la entrada en el Reino. Quien reza el Padre Nuestro no es orgulloso, y tampoco se rebaja. Habla a su Padre con el íntimo y tranquilo acento de la confidencia, casi de igual a igual. Está seguro de su amor y sabe que el Padre no necesita de largos discursos para conocer sus deseos. “Vuestro padre – advierte Jesús – sabe lo que habéis menester antes que se lo pidáis.” La más bella de todas las oraciones es también recuerdo cotidiano de lo que nos falta para ser semejantes a Dios.

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