jueves, 10 de junio de 2010

La Mesa Del Anciano

A las puertas de la muerte, un anciano generoso y bueno en su cama hizo una plegaria por el eterno descanso de su alma. Le inquietaban el cielo y el infierno. ¿Cómo eran de verdad? Bien sabia Dios que se había pasado la vida estudiando sobre ambos, más ahora, a los 86 años de edad, le asaltaban algunas dudas.
Distinguió vagamente una figura al pie de su lecho. Era Pedro, el pescador. Como le llamo por señas, le siguió, y en silencio le condujo por entre las galaxias del cielo nocturno. En un lugar lejano se detuvieron ante una gran casa. «El reino de Dios consta de muchas mansiones −, le explicó Pedro − al igual que el infierno. Entra, y te mostraré el primer aposento de la morada de Satanás». Al entrar el anciano, escucho terribles lamentos quejumbrosos. Alrededor de una enorme mesa se sentaban muchas personas, y en el centro había una gran fuente que contenía el plato favorito del anciano: arroz al horno. Aunque todos llevaban cucharas y podían alcanzar la fuente, se estaban muriendo de hambre. El mango de las cucharas, fijo a sus manos, era el doble de largo que sus brazos, de modo que les resultaba imposible llevarse la cuchara a la boca. Los gritos de hambre y desesperación eran tan espeluznantes que el anciano pidió salir de allí.
Pedro lo llevó luego a otra mansión muy distante, donde le invitó a pasar a la antesala del Paraíso. Allí, muchas personas rodeaban una mesa similar, con el mismo plato. El mango de las cucharas era también demasiado largo, pero nadie gritaba, ni se lamentaba, ni sufría de hambre… se daban de comer unos a otros.
Ahí Pedro lo dejó, por tener el anciano ya mucha práctica. Dios sabía que se lo merecía.

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