lunes, 5 de octubre de 2009

Divino Tesoro

Nunca creí que al respecto escribiría alguna vez, nunca he comentado hasta ahora que, desde hace algunos años, tres o cuatro, han empezado a llamarme señor. Es decir, me llaman así en el vecindario, en el trabajo, en la biblioteca, en el club deportivo, en las tiendas y allá por donde vaya o me encuentre.
Siempre creí que la hermosa época de los treinta era la cúspide de la juventud y que dependiendo de lo que hagas te mantendrías ahí arriba inamovible mientras quisieras. Pero no. Es más, eso de vestirme como me vestía hace diez años y sentirme yo muy juvenil, llegar a un establecimiento y que el empleado me pregunte: “¿Qué desea?” A lo que me dan ganas de contestar: “Deseo que se me trate de tú, gracias”.
Me he consolado de todas las maneras. Que si es por algo de mi ropa, que si es por mi calvicie (aspecto muy juvenil para muchos), que si es por algo que llevo, quizás el pañuelo de mi bolcillo que me hace mayor (hoy los muy jóvenes ni lo conocen)… Pero ayer me hablo de ‘usted señor’ el vendedor de taquillas de un teatro, lujoso pero antiguo, de esos que tienen al expendedor dentro de un recinto de ventanilla pequeña y el que está dentro sólo te ve le cara.
Y ahí ya no tengo excusa. Ni zapatos, ni pañuelo, ni cuernos. Tengo cara de señor y es momento de aceptarlo. Y aunque llevo un tiempo asumiendo este cambio y no me está resultando tan traumático como hace algunos meses, me pregunto por qué ha llegado a importarme tanto.
Lo que veo más claro en este tema, es que la juventud está considerada como una cualidad. Y, encima, para ponerlo más difícil, se trata de la cualidad más valorada. Así que al dejar de ser joven, socialmente, pierdes una cualidad. Por estúpido que esto sea, es.
Pero no solo es estúpido, es demoledor. ¿Cómo es posible que lo que más valoremos sea lo más efímero de todo nuestro ser? En caso de que la juventud fuera una cualidad (que no lo es, a no ser que esté unida a algo más), no desaparecería sin más, sino que sería sustituida por otras cuantas; experiencia, conocimiento, evolución personal, profesionalidad, etcétera.
Y ahora voy y digo: ¿Por qué a pesar de todas estas cualidades que ganamos, seguimos anclados en esa que perdemos? Y entonces voy y contesto; ¡Por que estas no son valoradas, por eso! ¿Por quién? ¡Por casi nadie!
Entonces, a veces, nos volvemos idiotas y pensamos: ¿De qué sirve que lo valore yo si no lo valora nadie más? Esa es la trampa. Sirve de muchísimo. Porque si todos valoráramos los cambios que atraviesan nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestros/as (inserte aquí la opción religiosa/espiritual que más le convenza), la sociedad cambiaría.
Porque la sociedad somos todos, y esto aunque parezca una propaganda política, no lo es. Es simplemente una obviedad.
Lo que nos vamos a llevar de esta vida es lo que hayamos hecho con ella, y para hacer algo el tiempo tiene que avanzar y tiene que avanzar sin detenerse en los nudos del sistema y de la imagen.
Y yo, que no soy un sabio, imagino que la juventud está pensada como una etapa más en la vida del hombre, no como la etapa más importante de la vida del hombre. No digo que debamos aniquilar a toda la gente joven, lo que digo es que hay que dejar de mitificar la juventud, porque así solo nos trae sufrimiento, y además es una tontería que dice muy poco de nosotros como seres inteligentes.

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