lunes, 20 de diciembre de 2010

martes, 14 de diciembre de 2010

Testigo

Si hubiera caminado al lado de los celosos, aprovechados y solícitos, todos esos antipáticos, tal vez habría también amueblado el panteón de los hombres de gran éxito; pero he preferido, en un gesto extremo de entrega, ser un testigo del Calvario — el verdadero —, a riesgo de que me excluyeran.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Perdón

Perdonar no es claudicar, no es borrar la ofensa injusta y poner cara de buenos, perdonar es una actitud de la conciencia por la que dejamos a Dios el juicio sobre el comportamiento injusto que hemos sufrido y no damos paso a que en nuestra conciencia se instale el mal, el rechazo y la repulsa hacia nadie. Perdonamos porque tenemos la seguridad de que el comportamiento de la Vida será el que nosotros hayamos tenido con ella. Esta es la correspondencia entre nuestra vida aquí y la futura. Perdonar de corazón al hermano para que Dios pueda hacer lo mismo, porque Dios es justo. La vigilancia, la reflexión, la atención sobre lo que hacemos nos lleva necesariamente a la claridad para ver dónde está el error.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Mi Conversión

El fenómeno de la conversión a Dios es extraordinariamente sencillo y, a la vez, se encuentra dotado de una trascendencia incomparable. Jesús mismo enseño que provoca el gozo de los ángeles en el cielo, un gozo que supera al de contemplar aquellos que ya no necesitan convertirse.
Yo experimente esa conversión hace ahora más de un año en circunstancias que son similares a las de muchos otros y diferentes a la de otros tantos, pero que, en cualquier caso, coinciden con lo que encontramos en el Nuevo Testamento.
Durante mi bachillerato había estudiado religión y filosofía con especial placer, dado que se me impartieron conocimientos de manos de maestros que no solo habían aprendido que y como enseñar, sino que también tenían una profunda experiencia que marcaron sus destinos. Y cuando termine mis estudios secundarios y luego emigrado al viejo continente, guiado fundamentalmente por el deseo de no perder unos conocimientos ya adquiridos seguí leyendo y buscando un camino que por entonces lo veía duro y difícil sobre todo por el hecho de que se trataba de un emprendimiento en solitario y de larga maduración.
Para llevar a cabo esa práctica, siempre con un Viejo y un Nuevo Testamento - una Biblia – comencé a leerlo concienzudamente y con ayuda de un estudioso del libro, empecé a entender y convertirlo en parte de mi vida, sin darme cuenta hasta entonces de que estuvo en mi desde muy joven y porque no decirlo, desde siempre.
Pasados unos años, luego de formar mi familia, y de idas y venidas buscando bienestar, y sobre todo buscando las respuestas más importantes que el hombre se puede formular, y ya con años de lectura y mejor encaminado en mi búsqueda personal, tuve la ocasión de estudiar a Lucas y Pablo, la experiencia no era del todo nueva. Sin embargo, el impacto espiritual no se asemejó a nada que hubiera podido experimentar antes.
Si la lectura de los tres primeros Evangelios no me llevó mucho más allá de la apreciación de un código ético especialmente sublime y de un carácter, el de Jesús, auténticamente extraordinario, el Evangelio de Juan me conmovió de una manera mucho más personal. Hasta entonces había podido verlo todo como un espectador especialmente interesado en cuestiones de estudio bíblico, pero el texto redactado por Juan “para que creáis que Jesús es el mesías, el hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Juan 20, 31) abrió un boquete en aquella coraza de mi corazón y mi carácter hasta entonces desconocido. Sin embargo, no recibí entonces la gracia de la conversión. Esta no se produciría hasta que llegue a la primera carta de Pablo que aparece en el Nuevo Testamento, la destinada a los romanos.
La manera en que el apóstol describía la situación del hombre me pareció totalmente irrefutable. Todos y cada uno de nosotros somos pecadores y no solo eso, cuando estudiamos los mandatos de Dios, lejos de llegar a la conclusión de que podemos acercarnos a Él por nuestros propios meritos, si somos honrados, descubriremos lo lejos que estamos de Su presencia. Como señala la Biblia acertadamente, “sabemos que todo lo que la ley dice, se lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se tape, y todo el mundo se reconozca culpable ante Dios” (Romanos 3, 19).
Sí, Pablo tenía razón al afirmar que “por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante de Él; porque por la ley es el conocimiento del pecado” (Romanos 3, 20).
Sin embargo, esa conclusión – que con toda la honradez del mundo yo no podía negar – iba unida a un anuncio de amor y esperanza: Jesús el mesías había muerto para pagar con su sangre los pecados del hombre. No solo eso. Ese Dios de amor me invitaba ha recibir a través de la fe ese sacrificio que había sido realizado para darme la vida eterna. Igual que muchos, yo me había formulado la siguiente pregunta: “¿Que debo hacer para ser salvo?”, y la Biblia me respondía lo mismo que había contestado al apóstol Pablo: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo” (Hechos 16, 30-31).
Fue entonces cuando reconocí ante Dios mi condición de pecador, cuando le pedí perdón por mis pecados, cuando acepte mediante la fe lo que Jesús había llevado por mí en la cruz, y cuando, a fin de cuentas, me convertí al que Tomas llamo “Mi Señor y mi Dios” (Juan 20, 28) con la intención de vivir en adelante siguiendo sus enseñanzas.
Aquella conversión era solo el inicio. Ante mí comenzaba un camino que constituye, en mi opinión, una de las razones más poderosas para ser cristiano: la posibilidad de iniciar una nueva vida.

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